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Labbé cabalga por Ercilla
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Parte
importante de la historia mapuche reciente se puede resumir en la figura del
lonko Pascual Pichún. Y también en la entrega de tierras que el pasado viernes
realizó el gobierno a su comunidad. Al lonko lo conocí allá por el año 98’ y
gracias a su hijo Juan, con quien compartí residencia estudiantil en Temuco.
Juan estudiaba Pedagogía Básica Intercultural y era un activo dirigente
estudiantil. Yo un idealista estudiante de leyes, que creía a pie juntillas en
la imparcialidad de la justicia, la presunción de inocencia y la efectividad de
la Ley Indígena, entre otras ingenuidades propias de la edad.
“En mi
comunidad vamos a recuperar un fundo”, me lanzó Juan cierto día, mientras
almorzábamos en el casino de la UCT. “Estudias sobre la justicia. ¿Quieres pasar
de la teoría a la práctica?”, me dijo sonriente y provocador. “Vamos, te invito
a la comunidad, mi viejo te quiere conocer”, cerró y sin esperar respuesta
alguna de mi parte. Y así llegué a Temulemu, al suroeste de Traiguén, un
verdadero oasis de tierras erosionadas y resecas donde malvivían cientos de
familias mapuches, rodeados de gigantescas plantaciones forestales, guardias
privados malas pulgas y aviones fumigadores con pésima puntería. Para mí,
mapuche proveniente de Ragnintuleufu, aquel fértil valle bendecido por las aguas
de los ríos Quepe y Cautín, el paisaje resultaba brutalmente
desolador.
Si la memoria no me falla, fue en octubre de 1998 cuando
acompañé a las familias en su primer ingreso al fundo “Santa Rosa de Colpi” de
Mininco, aledaño a la comunidad de Pichún. Se trataba de 2 mil y tantas
hectáreas de pino radiata, listas para ser explotadas y acrecentar con ello el
patrimonio ya desorbitante de la familia Matte, una de las cien más ricas del
mundo según el listado Forbes de aquel año. La gente de Temulemu no estaba sola
en su reclamo. El fundo, gigantesco como todos los dominios forestales sureños,
colindaba con otros dos sectores rurales, tan pobres y abandonados como
Temulemu.
Se trataba de Pantano y Didaico, este último liderado por el
lonko Aniceto Norin, años más tarde compañero de celda y desventuras del lonko
Pichún. Recuerdo aquella mañana como si fuera ayer. Lejos de las caricaturas de
las “minorías mapuches violentas”, fueron cientos las familias que cruzaron la
cerca del predio aquel día. Hablo de familias completas, adultos, ancianos,
mujeres y niños, acompañados hasta de sus perros y uno que otro gato con quien
la curiosidad pudo más. Una caravana de gente y de historia. Allí estaban los
Nahuelpi, los Lincopi, los Nahuelcura, los Tranamil, los Pichincura, los
Ñiripil, los Paillalao, los Pichun y tantos otros cuyos linajes familiares
honraban.
No fue en absoluto una ocupación violenta, como tituló y en
rojo furioso El Austral de Temuco al día siguiente. Me consta. Ningún
encapuchado, ningún AK-47, ningún enviado especial de las FARC dando
instrucciones por walkie-talkie. Por el contrario; un nguillatun de dos días
recordó a todos la verdadera razón de por qué estábamos allí. “Es el retorno a
la tierra de nuestros padres y abuelos”, me señaló el lonko Pichún en nuestro
primer cruce de palabras. “Por donde vive su gente, peñi Pedro, ¿aún hay ríos,
aún queda algo de bosque nativo?”, me preguntó. “Sí, peñi, es una linda tierra
la de mis abuelos… y todavía no llegan las forestales”, respondí. Charlamos
largamente con el lonko aquel día y los siguientes, que se volvieron meses y
luego años de profunda amistad.
Siempre me preguntaba por mi lof, por mi
comunidad, allá en la lejana Entreríos. Y en cada una de mis respuestas veía en
sus ojos la nostalgia de un territorio alguna vez rebosante de vida, más luego
avasallado y explotado sin contemplación por las leyes del hombre y del mercado.
“Temulemu”, la tierra del árbol de Temu, pero sin Temu. Y sin medicina natural.
Y sin ríos. Y sin agua. Y sin futuro para sus niños y jóvenes, obligados todos a
migrar en búsqueda de una vida menos mala en la periferia de las grandes
ciudades. “Somos extranjeros en nuestra propia tierra”, me dijo el lonko en una
de nuestras charlas. La registré en una libreta de notas que me acompaña desde
entonces.
*** ¿Qué hacía un estudiante de leyes metido en la “toma” de
un fundo? Nada ilegal, por cierto. Y es que el reclamo de las comunidades no
solo era legítimo. También absolutamente legal. Así lo averiguamos con Juan, el
hijo letrado del lonko, escudriñando en apolillados títulos de dominio de
mediados del siglo XX. Cuento corto, tras la ocupación de la Araucanía (también
llamada “Pacificación”), el Estado tomó el control del extenso territorio de los
bisabuelos de Pichún, radicándolos a ellos en una mínima fracción restante (de
allí el nombre legal de las actuales comunidades: “reducciones”).
En
1926, las familias solicitaron la ampliación del Título de Merced, para incluir
tierras antiguas que fueron jurisdicción de sus lonkos y la restitución de
aquellas usurpadas por particulares. En 1931, para sorpresa de muchos, el
Juzgado de Indios de Victoria falló a favor de los mapuches, siendo -décadas más
tarde- la Corporación de Reforma Agraria la encargada de devolverles sus
tierras. Como ya sospecharán, todo volvió a fojas cero tras el golpe militar.
Expulsados nuevamente, el predio volvió a manos de sus anteriores ocupantes,
quienes a fines de los setenta -previendo tal vez que hasta la paciencia mapuche
tiene un límite- optaron por vender a Forestal Mininco y largarse.
Fue lo
que me tocó explicar en Ginebra, Suiza, en abril de 1999. Hasta allí llegué
enviado por el lonko Pichún y otros dirigentes, para exponer los atropellos y
abusos “legales” cometidos por empresas y latifundistas al sur del Biobío. Todo
ello, claro, con la complicidad del Estado, el gobierno y sus sacrosantas
instituciones. En la Comisión de Derechos Humanos de la ONU pocos podían creer
lo que les contaba. Uno de ellos, el despistado cónsul honorario de Chile en
Ginebra, un señor de origen francés que aseguraba -muy suelto de cuerpo- la no
existencia de pueblos indígenas en el país. Cada vez que nos cruzábamos en los
pasillos del Palacio de las Naciones, bajaba la vista. Avergonzado de su rol,
quisiera pensar.
En aquel viaje no solo me correspondió hablar por Temulemu.
También por Cuyinco, LleuLleu, Rucañanco, Colcuma, Pichilonkoyan, Catrioñancul,
Choin Lafkenche y Caillin, entre otras comunidades movilizadas y donde la
historia del despojo, una y otra vez, se repetía calcadamente hasta el
cansancio. “Invasión, Reducción y Usurpación”. La trilogía del arribo chileno al
Wallmapu, el país soberano de nuestros bisabuelos. Y como si no fuera poco, los
usurpadores no eran el Estado, ni los colonos, ni las madereras. No, señor, los
usurpadores eran los comuneros. Corrijo, los usurpadores eran ellos y todos
quienes, desde la ciudad, osáramos apoyarles en su reclamo.
Esto lo
entendí al aterrizar en el aeropuerto de Santiago, a mi regreso de la ONU. De
aquel vuelo Iberia bajamos dos personas esposadas. Un ciudadano español, buscado
por drogas por INTERPOL. Y el joven estudiante de leyes de Temuco, vocero
internacional de la “subversión mapuche en los campos del sur”, según consignó
la prensa. “Así que estudias derecho en la Católica. Pero hombre, ¿qué cresta
andas haciendo con estos indios comunistas?”, me lanzó el ministro en visita que
había ordenado, desde Traiguén, mi captura internacional. “Hice lo que me
enseñaron ustedes; elaboré un informe jurídico y lo fui a presentar a la ONU.
Hasta creo que debieran darme un premio como alumno destacado”, respondí.
El ministro, tristemente célebre en la zona por su marcado
racismo y mal aliento, no estaba precisamente para bromas. “¿Sabes que si te
proceso perderás tu carrera?”, preguntó amenazante. “¿Y aquello de la presunción
de inocencia que aprendí en primer año?”, respondí. Era bastante sabio el
ministro Loyola, hoy jubilado para tranquilidad de moros y cristianos. Juntarme
con “los indios” sí tendría sus consecuencias. Encarcelado y formalizado por
usurpación de tierras, robo de madera y encubrimientos varios, implicó ese año
mi despedida de la Escuela de Leyes. Al año siguiente, tras persistir todo el
99’ con las malas juntas, ingresé a estudiar periodismo en Temuco (Gracias,
magistrado, por el favor concedido).
No fui el único encarcelado aquel
año, por cierto. Y al lado de lo que sufrieron los lonkos y sus familias, lo mío
no dejó de ser una anécdota. Desde el primer ingreso, en octubre de 1998, las
familias no volvieron a salir más del predio de la familia Matte. Los sacaban y
regresaban. El mismo día, al día siguiente, poco importaba, ellos habían vuelto
para quedarse. Una y otra vez los desalojaron de manera violenta, cientos de
carabineros armados hasta los dientes y endiablados quizás con qué. Varios
desalojos y allanamientos los presencié estando en la comunidad. Siempre
recuerdo un operativo en especial, acontecido en junio de 1999 y que implicó un
masivo apaleo policial de mujeres, ancianos y niños, sin distinción alguna.
Detenido esa mañana por una patrulla del GOPE en las inmediaciones del fundo,
todo lo observé desde una micro policial, esposado y bajo custodia de un oficial
que disfrutaba la escena a carcajada limpia.
Aquel día mucha sangre se derramó en Temulemu. Sangre
mapuche solamente. Sangre del lonko Pascual, agredido por matones de uniforme
que lo subieron a la micro maniatado y bañado en sudor y lágrimas. Sentado
frente a mí, jadeando, con dificultades para respirar incluso, aún recuerdo sus
palabras: “No se preocupe, peñi Pedro; vamos a volver, vamos a volver”. Dos años
más tarde, junto al lonko Aniceto Norin, sería acusado de “amenaza terrorista”
por el gobierno, el ex ministro Juan Agustín Figueroa y un regimiento de
abogados de apellidos vinosos. Un primer juicio lo absolvió de cargos. Un
segundo, de tipo kafkiano y ordenado por la Suprema, lo condenó de manera
inapelable a cinco años en prisión. Gobernaba don Ricardo Lagos Escobar, alias
"el demócrata".
Visité al lonko numerosas veces en la cárcel. Siempre le
llevaba un ejemplar de Azkintuwe, el periódico que fundamos en el sur el 2003.
Acompañados de mate, nos reíamos. Nunca perdió el sentido del humor. Ni la
serenidad que otorgan los años y los desalojos en el cuerpo. “Esas tierras
volverán a manos de la comunidad”, me decía siempre, con la esperanza intacta. Y
hace unos días su sueño se volvió realidad. Tres mil 576 millones de pesos
desembolsó el Estado para comprar las 2 mil 554 hectáreas que Forestal Mininco y
otros “propietarios” poseían en medio de las comunidades de Traiguén. Uno de los
fundos, “Santa Rosa de Colpi”. Cuesta creerlo. Mas de una década debió
transcurrir para que las familias de Temulemu, Didaico y Pantano pudieran
recuperar sus tierras. Más de una década, cientos de mapuches detenidos,
condenados, heridos y apaleados.
“¿Qué impedimento ve usted para que el
Estado chileno no resuelva estos conflictos, en apariencia de fácil abordaje
legal?”, me preguntó un colega de Radio Francia Internacional en aquel periplo
europeo del 99’. “Racismo”, respondí. “La familia Matte, que posee casi un
millón de hectáreas de plantaciones, no quedará precisamente en la ruina
devolviendo 2 mil. Lo que se busca es enviar un mensaje; no vendemos, no
devolvemos, no nos doblarán la mano estos indios”. Paradojas del destino, fue un
gobierno de derecha quien tuvo los cojones para resolver finalmente el entuerto.
Lo que no hizo en una década la Concertación, en dos años lo resolvió Piñera.
“Este es un triunfo del pueblo mapuche”, me dijo el lonko Pichún hace tan solo
unos días, tras una pausa en la ceremonia de agradecimiento a la tierra. Lo es,
estimado peñi. Del pueblo mapuche y de su porfía.
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